sábado, 16 de mayo de 2009

Muruxás: donde no hay crisis


Dicen por ahí que no saldremos de esta crisis hasta el año dos mil once, más o menos. Hubo un tiempo en el que lo que compensaba era invertir en acciones de Endesa. Luego llegó la opa y esas cosas, y vi de forma meridiana que lo que tenía que hacer era meterme de lleno en el mundo de la construcción y la vivienda. Pero la crisis económica está aquí, y dicen que es por culpa de los préstamos que, al fin y al cabo, acaban remitiendo al sector de la construcción. Claro. No saben a quién echarle la culpa, y recurren a nosotros. Es lo más fácil. Dejamos de construir, los precios caen por los suelos, todos tenemos un techo y somos felices. Punto final. Pues vaya mierda.

¿Sabes qué? Que me voy a vivir al campo. A la aldea, como Celia, la abuela de Iris. Tiene una casa preciosa, de piedra, que heredó de sus padres cuando se casó con Pepe, allá por los años cuarenta. Le da igual la Bolsa, las acciones, las participaciones, la especulación bursátil y todo eso. Ella vive feliz. Es viuda desde hace bastantes años, y sus nietos van a visitarla todos los fines de semana.

En Muruxás hay cuatro casas. No es una frase hecha; de verdad son cuatro casas. Una de ellas es la de la abuela de
Iris. Celia se levanta pronto y se pone a trabajar. Ella está sola, es una sola persona para mantener una casa muy grande en una aldea perdida por el centro de Lugo, en donde hace mucho frío desde Septiembre hasta bien entrado Junio. Tiene una eira inmensa detrás de la casa en la que se puede practicar tiro con arco. También hay un cerezo en el campo de delante, y un huerto con las lechugas más grandes y más verdes de toda la zona. Además hay también un corral lleno de gallinas y otro con pollos.

Celia es feliz pensando que sus hijas, cada fin de semana, vuelven a la ciudad, después de pasar dos días con ella, y se llevan cosas de las que la abuela trabaja. Como dice ella, con acento cerrado
y ese gallego que ningún político desesperado ha conseguido normativizar, “esta tortilla está máis rica porque está feita con huevos de pita conocida”. Y es una tortilla enorme, amarilla, de verdad. Y la ensalada sabe a ensalada. El caldo gallego de Celia es una explosión de color; diez tipos de verde flotando entre el blanco y el rojo. Para que luego digan que la cocina tradicional no es un arte. Y si no, que se lo pregunten a Rafa, que en su vida ha probado una empanada con más sabor que la empanada de liscos.

Los días de Celia terminan cuando se va el sol. A veces aparecen sus vecinos, los de Culasa. Ellos sí tienen muchos animales, sobre todo, porque hay gente suficiente para cuidarlos. Y cuando los de Culasa se van, Celia se pone la tele (en la aldea sólo se ven la 1, la Gallega y Antena 3), llama a sus hijas y habla con sus nietos.

Hace más de un año y medio que no sé nada de Celia. Pero supongo que seguirá como siempre. La última vez que fui a Muruxás, llevaba sin ir más de cinco años, y lo encontré todo igual.

Por eso hay días en los que me quiero ir con Celia. Porque a veces, en el fondo, sé que me da envidia. Y mucha.

2 comentarios:

  1. Pues yo casi que prefiero quedarme aquí aunque me torre. Además de que no entendería a Celia, no podría soportar demasiados rodeos a la hora de hablar (esto es broma). Vamos, que a fomentar la paciencia y el optimismo y nada de evadirse al campo, ni un poco de envidia.

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  2. ojo lo que acabo de encontrar!
    Celia sigue igual! todo sigue igual! los huertos, las gallinas, los pollos, los patos...
    la vida en el campo es una gozada!
    con esta vida ajetreada de Madrid no te imaginas lo que echo de menos la aldea...

    gracias por acordarte de ella!!! un besiño!

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